Para evitar el trabajo, que esta semana tiene cara de traducción, estuve webeando: mirando cosas.
Entré en las páginas de unos alumnos y ahí empecé a linkear, un fotolog, otro fotolog, un tercer fotolog. De pronto un fondo rojo. Fotos de un bar, de una banda, de las vacaciones de esa banda y otras tomas de un posible disco, de grabaciones, de ellos sonriendo y otras de borrachos ante la cámara. Chicos con pantalones anchos, remeras con bordes negros, anteojos, pelos despeinados. Nenes lampiños pero serios, haciendo de malos, de roqueros, como disfrazados casi, con esos tatuajes estrenados.
Entré en todas las que había, leí los comentarios, armé asociaciones.
Me di cuenta de que estaba fascinada y mi primer pensamiento fue: qué lindos.
Qué lindos son los chicos a los dieciocho, cuando saben que ya van a crecer, y no quieren, y se saben feos, aunque en el fondo sienten su propia belleza desparramándose por ahí. Qué lindos cuando cantan y creen que tal vez un día sean famosos o cuando escriben o cuando lo que sea, porque saben que falta mucho todavía, o ni lo saben. Nada saben, porque no les importa saber. O creen saber todo y no miran más allá porque el viaje ese que hicieron es lo más importante que tuvieron y se pelean con sus padres por lo poco que entienden la emoción de la experiencia.
Miro esas fotos, con ojos codiciosos, evaluando la ropa, las poses, las bocas. Imagino la voz del cantante. Aniñada. Me acuerdo de una fiesta, hace poco, en la casa de mis primos, en Pedraza. Y los chicos que gritan “¡ella es la prima del Chacha!” y se matan de risa y uno viene y me dice –li te ral men te- “esta fiesta está llena de extranjeras y yo estoy más excitado que nunca”.
Me lo cuenta. Como se le cuenta a un amigo, a un par, o a un espía. De más lejos llega el apodo “es la tía”.
Yo soy la tía.
Claro que no soy tía.
Esa misma fiesta podría haber sido otra y podría haber sido la extranjera, en otro tiempo, con otros pibes. Pero ahí era la tía, y me reía con ellos como con los alumnos en el aula. Distante. Del otro lado de la pantalla, mirándoles el pelo, las manos, viendo cómo me alejaba más y más del cuadro del deseo.